En la Isla de los Filósofos el tiempo se va en pesar el aire o en comparar
dos gotas de agua para a continuación recitar definiciones, es decir, sustituir
una palabra por muchas que significan la misma cosa. Tales definiciones
tienen más o menos igual función que el ajetreo gesticulante cuando se
habla por teléfono o como la redacción de un escrito de aproximación a la
nueva colección de pinturas de Jesús Emiro Paredes.
Sin más, la exposición invita a abrir una caja como se pela una fruta, a
jugar con la fruta como si navegara un barco, a anclar el barco con una
cometa, a tomar la cometa por una golosina, a hacer de 1a golosina una
noria de feria, a embarullar la noria con la carpa del circo, a. conocer la
máquina para ver los sentimientos y el color del temperamento, aludiendo
sin describir, traduciendo espacios sobre fondo verde, azul, anaranjado,
amarillo, magenta, violeta, pintando exactamente lo que le viene en gana,
jugando a1 ritmo de sus sorpresas.
Digamos que hubo una época en que sus signos aún hablaban para contarnos
una historia. Las huellas, sin embargo, se han ido borrando bajo capas y
capas de finas transparencias. La verdad está detrás del agujero de entrada
en el que puedes zambullirte como un astronauta sin tocar fondo. Eso y sólo
eso.
Con los ojos de sus cómplices (siempre que permanezcan niños aún cuando
sean grandes), nos adentramos en su estrafalaria Feria de Atracciones por
nuestra cuenta y riesgo.
Juan Carvajal Franklin
En qué momento nos volvimos tan serios que resolvimos nuestros conflic-
tos con la muerte? ¿En qué momento olvidamos que estamos hechos de lo
mismo? ¿En qué momento creímos que por nacer en equis lugar eso ya nos
hace mejores personas?, ¿En qué instante de nuestras vidas consideramos
que el dios en el que confiamos todas las cosas nos da el poder para hablar
por él y acabar con el deseo de respirar de los demás?
Hay que recordar de lo que estamos hechos, ponernos muy bravos y alzar
la voz y discutir con el otro como lo hacíamos de niños, pero sin olvidar que
después de expresar y elevar esa protesta volvíamos a abrazarnos con
alegría y nos invitábamos a jugar de nuevo, mientras permanecía en nues-
tros rostros la sonrisa que desarma todo.
De qué se trata la vida?, es una pregunta que siempre está a diario en mi
mente, quizá por algún desorden neurológico que me trasmitió mi padre o
alguna piña pasada que se comió mi madre cuando aún estaba en su vientre
o algún chichón mal tratado que se convirtió en pregunta.
Cuando se apaga la alegría llega la tristeza: ¡qué cosa tan lógica y tan
obvia! Pero como no conmoverse con un vídeo que muestran en los medios
de un niño cualquiera llamado Johan que camina feliz y con alegría al lado
de su madre con la que se siente seguro y protegido, la que lo alimenta,
ignorando que lo lleva a un lugar para que lo asesinen. ¡Qué cosa tan rara!
Qué pasó? ¿Qué fue? ¿Por qué? Qué vergüenza siento con los niños y qué
pena por todos nosotros los adultos.
Acaso nos dejamos apoderar del miedo, ese coco que nos asustó de niños y
se convirtió en un gigante o en el dragón que quema nuestros sueños?
Tal vez la vida fuese mejor si recordáramos el niño que habita en cada uno
de nosotros, sin competir, sólo siendo lo que somos, asumiendo lo que elegi-
mos ser. Soy lo que soy, eso me tocó ser. Hoy sigo aquí con este revoltijo de
emociones que siente mi corazón, quizá con la oportunidad que me da la
vida de poderme expresar, no sólo con este escrito, sino con las líneas que
dibujo y se entrecruzan para convertirse en planos y permitir que los llene
de color, que la forma aparezca, que el recuerdo llegue a mi mente y el
corazón se llene de alegría ¡porque estoy haciendo arte!
No quiero pretender ser anecdótico, sólo tomo como referencia mi experi-
encia para que usted, que lee y se acerca a cada una de las piezas o pinturas
de esta serie, pueda sentir algo de la emoción que viví cuando las elaboré.
Me armé con el pincel para hacer lo que sé hacer: ¡amar! Por eso esta es
una buena oportunidad tanto para usted como para mi. Para mí, porque
puedo agradecer a cada uno de esos pequeños gigantes de bosques encanta-
dos que se acercaron a mi vida y me vieron como a uno igual. Para usted,
porque va a leer una serie de nombres que puede cambiar por los suyos. Y
si no le recuerdan a alguien tiene un listado para algún nuevo bebé que
necesite bautizar.
En los siguientes agradecimientos encontrarán los secretos guardados de
parte de mi inspiración y algunos nombres de las obras.
Del primero al último, de Manuel Alejandro a Carlos Iván, sin excluir tres
sobrinos que vinieron primero y con quienes no tuve 1a oportunidad de com-
partir su infancia. Más los adoptados que aumentan algunas de las memo-
rias que habitan en mi y que me permitieron evocar la alegría para crear
esta serie.
Manuel, gracias porque cuando pronunciaste tu primera palabra fue mi
favorita “Pintua”.
A José Julián, que desde niño tenías voz de adulto lo que me recordó que
algún día te ibas a convertir en ese gran hombre que sos hoy.
A la ternura de Juan Martín, a quien su profesora estresó en sus primeros
cinco días de clase al leerle “¡otra vez Pulgarcito!”
A Daniel Felipe, porque con tu inteligencia y prudencia le explicabas a Juan
David que Papá Noel era un mito y “cómo iba a poder repartir todos los
regalos a los niños del mundo si no le quedaba tiempo”.
A Juan David porque a tus cuatro años refutaste de inmediato 1a racionali-
dad navideña de Daniel Felipe: “¡A no ser en el trineol”.
A Luciana, porque ella sí que de verdad tiene una tía “Monicá”.
A Santiago, porque cuando me veías “de repente te daban unas ganas de
pintar”. Y un día que salía de viaje me regalaste “para que llevara para el
camino” una caja grande de chicles que contenía: dos sparkies, un metro, un
tornillo y una puntilla. Cuando te pregunté que lo de los sparkies lo entendía,
pero lo del metro, el tornillo y la puntilla, para qué?, y tu respuesta fue
“por si te varás”.
A Isabela, porque me enseñaste una nueva filosofía que practico en mi vida:
“Cada uno organiza su fiesta, tío”.
A Carlos Iván, por abrir un universo común entre los dos, el amor por los
aviones y los helicópteros.
A Paola, por decirle a tu mamá que no se preocupe por mí: “Él es fresco”.
A Leonardo porque estamos hechos de lo mismo.
A Álvaro Ernesto, por ser el primero que me dijo tío.
Mis adoptados que me mueven y me emocionan.
A Alejandro, que a los cuatro años su asignatura preferida eran las
matemáticas, “las tablas son fáciles y las cuentas dan perfectas 8 x 8 = 48”.
A Íam, por invitarme a saltar sin pisar las rayas.
A Laura Sofía, por pintar los mejores carros de basura.
A Juan Pablo, el monstruo de tres cabezas que me cuestionó mi temor a las
tutecas.
A Ana María y Valeria, por invitarme a comer los mejores helados hechos
en plastilina.
Con toda esta información y experiencias recogidas pensé en llamar a la
serie “Entre lineas”, por todas las historias que guarda cada una de las
pinturas. Mis amigos adultos me dijeron que ese nombre era de grandes y
como ya soy un señor grande recordé un relato de mi sobrino Sebastián, a
quien por quedar de último en los agradecimientos, le quiero hacer este
pequeño homenaje: la serie lleva el nombre de tu cuento preferido:
“Había una vez... itruz!"
Jesus E. Paredes